Primera parte: 13, 14,15 y 16 /04/06
Como se sabe, el BAFICI comenzó el 11 de abril. Es decir que he llegado con atraso. Por suerte, ya he visto algunas películas que me interesaban en Mar del Plata, y otras ya las había programado para los cineclubes. De todos modos, el BAFICI ha devenido en bulímico: 450 películas en 13 días es una dieta audiovisual inabarcable; se puede elegir muchísimo, aunque a veces se termine devolviendo lo que se ha visto. El criterio es amazónico: aquí hay de todo, usted elige, nosotros le damos un menú multicultural y estéticamente pluralista, y, finalmente, usted organiza su propio deseo ante una variedad imposible de discernir. El problema es evidente: de lo cuantitativo no se predica lo cualitativo. Sin embargo, hay fijas: Kiarostami, Rossellini, Svankmajer, Watkins, Portabella, Bartas; hay también títulos más que atendibles, y algunos imperdibles.
Mi llegada vino precedida por el estreno en CDBA de la última de Woody Allen, un director que siempre me gusta pero que jamás he ponderado como un genio o maestro. Buenos Aires ama a Woody como si fuera una prolongación de un texto pop de Freud con un poco de Kierkegaardismo a la Bergman. También hay gente que lo odia. Su última película ha conseguido un consenso general, aunque un crítico del amante tuvo las agallas de calificarle con un 1 en la página web de la revista. Me sorprendió la evaluación de Jonathan Rosenbaum en su crítica publicada en el Chicago Reader, crítico que años atrás escribió en su libro Movies politics un artículo consistente e irrefutable contra el culto a Woody. En fin, ya estará disponible en el blog la crítica sobre Matchpoint, film que me pareció interesante en su posición filosófica y no exento de pasajes mediocres maquillados de elegancia pictórica.
Pero esto es el BAFICI. Tenía muy buenas referencias de You, me and everyone we know, de Miranda July, quien dirigió, escribió y protagonizó esta versión de Los excéntricos Tenenbaum sin familia, también más indie y más libre. Si alguna vez pensé que el film de Anderson se predicaba de la sentencia de René Char "Desarrollad vuestra legítima rareza", el de July parece materializar la sentencia de Char con mayor vehemencia y justeza. Un vendedor de zapatos, una artista conceptual que trabaja como remisero de ancianos, un niño y su hermano adolescente, dos teen con ganas de experimentar placeres corporales, y unos cuantos personajes más, se interrelacionan en este film cuyo valor indiscutible es su libertad, conceptual y formal, y que no deja de intentar examinar la (im)posibilidad de la comunicación, y los medios para progresar en ello. Hay un pasaje maravilloso en el que un niño de unos 6 o 7 años chatea con una mujer adulta sexual y afectivamente insatisfecha; de ello deviene un encuentro no virtual que denota la madurez moral de la película. July sintetiza un mundo más allá de ciertas categorías obsoletas aunque todavía vigentes para interpretar la conducta cotidiana. Celebro este film, celebro su inocente lucidez.
Mi primer día culminó allí, pues me cruce con mi amigo Pecho, programador de la sección latinoamericana del festival de Mar del Plata. Cenamos junto a otros amigos en un restaurante peruano. Repleto, barato, y una nueva hinchazón de panza tras degustar un gaseosa incaica. No sé si Erotic chaos boy era imperdible, pero mi reencuentro con Pecho era irrepetible.
El viernes 14 largó un poco tarde. Me propongo ver toda la competencia. Y a la tarde tengo un Kiarostami esperándome. Primer film de competencia: Lo más bonito y mis mejores años, de Martín Boulocq, hasta ahora la más votada por el público (o como la democracia se degrada bajo la idea de consenso). Se trata de un film boliviano, pero poco pude saber de Bolivia observándolo. Los primeros 10 minutos son prometedores. Se cita a los Kaurismaki y a Wong Kar Wai. Estílisticamente, Boulocq se apropia del Wong de la década del 80. Temáticamente, repite la fórmula finlandesa (que funciona muy bien en Stoll y Rebella) de constituir la narración a partir de un devenir espiritual colectivo, aunque la (proto)sociología que contextualiza la trama es tan infantil como sus personajes. Este triángulo amoroso a la deriva no despierta el menor interés, a pesar de que hay momentos de simpatía, y unas logradas panorámicas de Cochabamba. Es un film típico de una generación ágrafa, que bien expresa y condensa una clase media narcisista incapaz de descentrarse o pensarse, y que repite un capricho generacional como verdad temática de sus ficciones (cuando uno de los personajes se menea su miembro en su auto que quiere vender, el film alcanza el paroxismo de su gratuidad y, misteriosamente, su verdad: estoy vendiéndoles mi paja).
La cosa no mejoró mucho con Les etants nordiques, de Denis Côte. Este film canadiense sobre la eutanasia no es insoportable y pretencioso (tampoco pasa por contrabando un mundo a la medida del capital) como Las invasiones bárbaras, aunque su minimalismo y mutismo no lo convierte en una mejor opción. Arranca también con una promesa: su protagonista, que es luchador de catch, tiene a su madre comatosa bajo su cuidado. Un día decide ponerle fin a la vida de su madre. En un fino fuera de campo, la madre pasa a otra vida, o quizás su predicable pasaje al mundo inmaterial sea el descanso supremo, como se sugiere en un pasaje cuidadoso en el que conversan mayoritariamente los niños de un pueblo perdido y proletario del norte de Canadá. Esos interludios casi documentales le dan aire a la trama, que, principalmente, se circunscribe al renacimiento del hijo. Interesante, visualmente prolijo, aunque indolente y pusilánime, Les etants nordiques es otro film de competencia que parece ocupar más una vacante requerida que una opción capaz de sugerir un camino de independencia más allá de una estética reconociblemente de festivales.
El cierre del día cinematográfico fue con Kiarostami: dos cortos y un largo. El primero fue So I Can seguido de Two solutions for one problem. En ambos casos, los protagonistas excluyentes son niños, pues las películas pertenecen al período en el Kiarostami trabajaba para el instituto conocido como KANUN. Pedagogía de alto nivel aunque accesible, tanto uno como el otro permiten establecer una genealogía del método de registro y "escritura" de Kiarostami. So I can consiste en una clase en donde algunos niños aprenden las proezas que pueden hacer ciertos animales. A ello, un niño responde que también puede hacerlo. Finalmente, llega el turno de los pájaros y el privilegio del vuelo. El niño calla. Después, se ve un avión despegando. Two solutions for one problem establece las consecuencias que puede tener una decisión violenta o constructiva, explicitando visualmente la red de efectos posibles. Didáctico, si se quiere, pero interesante para ver cómo un artista subordina su estética en función de un objetivo educativo. Después se exhibió The traveler. Un film precedente, aunque ideal, pues aquí está potencialmente la totalidad del cine de Kiarostami en un film inicial que, a mi juicio, es una obra maestra. También es de niños, aunque no se trata de un film con fines pedagógicos. La historia: un niño obsesionado por ir a Teherán a ver un partido de fútbol empieza a juntar dinero como puede. Tiene que escabullirse del control de su familia y el colegio. En un pasaje bellísimo, el niño oficia de fotógrafo escolar con una cámara que no funciona. Por cada foto posa un alumno de la escuela, incluso algunas madres. De algún modo, Kiarostami destituye la inocencia para convertirla en expresión poética. En otras palabras, determinados eventos ordinarios son trastocados para elevarlos a un contexto extraordinario. Sin dudas, The house is black, de Farrokhzad, obra seminal de la denominada nueva ola iraní, es estética y conceptualmente una inmediata influencia. Algunas espectadores se vieron frustrados respecto del desenlace de The traveler, aunque si uno piensa detenidamente el conjunto de su narración, Kiarostami utiliza la premisa del deseo del niño para explorar la incompatibilidad e inconmensurabilidad entre el mundo adulto y el de la niñez. La cámara, como en ¿En dónde está la casa de mi amigo?, se mantiene irrestrictamente a la altura del niño que sostiene el relato. Es una perspectiva, una premisa ética y estética. Y también un análisis político: la niñez no es una institución, es más bine una forma que se institucionaliza. En el estadio tiene que esperar unas horas hasta que comience el match que tanto espera. Explora la cancha y sus alrededores. Observa nadar a otros niños en una pileta del club y decide echarse una siesta. Todo esto no solo sirve para que Kiarostami introduzca dos secuencias oníricas en el que se puede ver las posibles puniciones que le esperan al niño, sino también para determinar el cruce entre el deseo y la ley en un orden social específico. Tan magistral es esta pieza temprana que tiene la delicadez de ocultar su perfección.
Los festivales son también un lugar de encuentros, aunque el BAFICI está en plena transformación, y, de seguir así, puede ser un evento proclive a definirse en función de los buenos negocios. Es un riesgo presente. La publicidad previa a las películas es simplemente la exposición inconsciente de esa amenaza. Saludé a la gente de la revista Kane, dos jóvenes amables y profesores de la UBA que conocí en la muestra de cine independiente que organicé por mis pagos en enero de este año. Después me crucé con Elbio Córdoba, de la universidad de Rosario, que presenta mañana martes 18su valioso libro sobre el guión cinematográfico. También saludé a Quintín, cuya presencia en el festival como crítico es un acto de valentía, al menos tras haber sido destituido injustamente dos años atrás como director artístico del festival. Su columna sobre el festival que se publica diariamente en www.bonk.com.ar/tp resulta la más visitada en todos los historiales que consulté de los ordenadores en la sala de prensa. Quintín, que no goza de la simpatía de una gran mayoría del supuesto ambiente bienpensante del mundo del cine, es uno de los pocos tipos que dice lo que piensa. Puede gustar o no, pero la honestidad no es, precisamente, la virtud dominante de quienes escribimos sobre cine. Todavía no he visto a Flavia, su mujer, a quien conocí por vez primera en el festival de Mar del Plata. Ambos han sido muy generosos conmigo. Y el tradicional "Tío Koza" con el que Quintín siempre me saluda es concomitante a su amabilidad, un rasgo impensado para quienes tratan más con el personaje que con él.
Sin embargo el reencuentro más significativo lo tuve con Albert Wiederspiel, el director artístico del festival de Hamburgo y su compañero de viaje, el actor y cantante Gustav-Peter Wöhler. Si de generosidad se trata, Albert es una proposición viviente del término. Nos fuimos con él a ver una de las películas sobre las que he escrito más arriba. Más tarde cenamos en Puerto Madero, un lugar para extranjeros en el que me siento enteramente un extranjero: Pecho y su hija, Gustav, Albert y yo. Fue una noche inesperada que finalizó en Club del Vino, viendo un espectáculo muy bueno de Tango a cargo de El arranque.
En un mail previo en el que le respondía a Albert sobre un pedido suyo le decía que si fuera un obscurantista jungiano amante de las coincidencias que no son meras coincidencias estaría en la cima del delirio; ¿cómo no tentarse en sostener un razonamiento oculto, metafísico, cuando Albert me dice que un amigo suyo con quien viaja desea encontrarse con Augusto Fernandez, el prestigioso maestro de teatro, quien es el maestro de la madre de mi hija, la muy buen actriz Nara Carreira? Quizás se encuentren o no, pero lo cierto es que cuando conozco a Gustav me doy cuenta que es él uno de los protagonistas de Sabiduría garantizada (¿se acuerdan del personaje más gordito que en plena meditación Zen ve pasar por su propio espacio mental una variedad de platos de comidas?). Para mí, no fue un dato menor, pues mi actividad como cineclubeista comienza proyectando en el valle de Punilla el querible e inteligente film de Doris Dörrie. Gustav, ya lo había advertido en mi viaje a Hamburgo, es una especie de Jack Black menos histriónico y más culto, un artista número uno en el país de Herzog, aunque muy tímido o reservado en el trato personal. Es un privilegio estar junto a ellos.
El domingo empecé temprano. Como siempre dedico las funciones de prensa a ver la competencia oficial. Hasta ahora, nada de lo que he visto en ella me ha parecido superlativo, más cuando en la edición anterior competían El cielo gira y 4. Quintín me decía, Pecho también, que Longing, de Valeska Grisebach, es una película consistente. Sin embargo, Gustav afirmaba haberla odiado, aunque unas horas después agregaba: “No puedo dejar de pensar en ella, lo que implica que algo debe tener”. Albert ni opinaba, pues él está al acecho de material relevante para el Filmfest.
De lo que he visto en competencia, Pavee Lackeen: una viajera, del irlandés-inglés Perry Ogden, es la que más me ha gustado. Este film parece una versión de Rosetta descafeinada, pues no tiene el sentido de urgencia ni transmite el estado de guerra de la obra maestra de los Dardenne. Pero es un film honesto y respetuoso en el que se puede contastar cómo una familia de desposeídos sobrevive en caravanas en una Dublin devenida en material de desecho. Aquí la madre de unos cuantos niños (no es una alcohólica, como la madre de Rosetta) hace lo que está a su alcance con sus hijos: organizar el desamparo colectivo de su prole. Pavee Lacken deja bien en claro los límites de la asistencia social y de la educación pública en Irlanda. La niña, Winnie, es más pequeña que Rosetta, y también más simpática; a diferencia de la heroína de los Dardenne, cuyo estoicismo visceral era incompatible con cualquier instante de placer, Winnie se permite desde bailar hasta aspirar un químico para poder estar bien. Pavee Lackeen evita el sentimentalismo kitsch, y recién en el cierre se escucha algo de música. Es un esfuerzo serio y sincero, cuya limitación reside en su exactitud descriptiva, pues más allá del retrato no se explora el contexto social que produce y reproduce la indigencia. A continuación se proyectaba Los invisibles, del crítico de los Cahiers Thierry Jousse. Pecho no la aguantó y se levantó. A la mujer de Pecho, Agustina Rabiani, la sensible y elegante crítica de Veintitres, le pareció, como a mí, interesante, al menos la primera media hora. Sinceramente, el problema de Los invisibles no es su supuesto carácter pretencioso, el vocablo dominante para socavar una película. El problema del film de Jousse es su indeterminación temática. Como una historia de amor entre un músico electrónico y una mujer desconocida con quien se encuentra en un chat y coge a oscuras en un hotel, es irrelevante y risible. Podrá ser un tema muy francés, y basta leer una novela de Houellebecq para darse cuenta que las búsquedas sexuales en el país galo están atravesadas por la defensa y la adopción de un radical anonimato. La tesis: se coge mejor cuando uno se desespersonaliza, cuando se diluye el yo que experimenta; esa es, precisamente, la sublime experiencia del sexo. El anonimato es entonces una consecuencia lógica de una modalidad histórica de la subjetividad capitalista global. Pero el músico acepta la tesis hasta cierto punto. ¿Se enamora? La cuestión es que a esa altura Los invisibles hace visible sus arbitrariedades, su pereza sociológica, y su ostensible apuro por denotar una solución razonable a una situación disparatada. Lo más interesante de Los invisibles es su música; otra hubiera sido la historia si Jousse hubiera explorado el universo sonoro del personaje de su película.
Confieso haber llegado tarde al documental Las dos vidas de Eva, de Esther Hoffenberg. Sin duda, se trata de una película valiosa, capaz de demostrar la interrelación entre la historia social y el psiquismo a partir de la vida de una mujer, la madre de la directora, cuyo destino particular fue atravesado por el destino de Polonia durante la segunda guerra mundial.
El BAFICI permite conocer la obra de algunos directores pocos conocidos. La sección En Foco tiene para todos los gustos. Jost, Biette, Civeyrac, Bartas, y muchos más. ¿Cómo elegir? Al nombre de Thomas Arslan, le sigue un copete que dice “Mirada sobre lo inasible”. Este subtitulo sí que es pretencioso. Que la retrospectiva de Kiarostami esté enmarcada bajo el concepto de poética de lo real, noción más que justificada, pues bien sintetiza su obra. Por lo pronto, Turn down the music, film que forma parte de la presentación de la obra de Aíslan, es una película comprobablemente mediocre, incapaz, precisamente, de registrar lo inasible. La vida espiritual de unos jóvenes alemanes de clase media es aquí el objeto inasible en cuestión. Este film, que tiene alguno que otro contacto con el universo retratado por Van Sant en Elefante, adopta la apatía de sus criaturas para explorar la apatía infinita de sus personajes. Van Sant jamás era condescendiente respecto de aquel sentimiento dominante, mas cuestionaba y profundizaba su tópico a través de un sistema estético diseñado para trastocar el nihilismo generacional que detectaba en sus personajes. Los jóvenes de Arslan ni siquiera tienen el consuelo del sexo o las drogas. Boludean y fuman, y si discuten por algo, no pasa del interés que suscita escuchar el pronóstico del tiempo. Los últimas días, de Van Sant, es otra refutación de cómo filmar el nirvana sin pactar una complicidad estética con la fealdad a secas, o cómo no se debe renunciar nunca a detectar belleza; se podrá incluso postular que Arlsan elige tal opción como estrategia formal apoyada en su elección conceptual. Puede ser. Durante la proyección de Turn down the music hubo silencio. Se sabía que el director estaría presente para un Q and A, como suelen decir ahora los presentadores y realizadores. El silencio era insoportablemente ruidoso al finalizar la película.
Pero a la noche estaba programada la última película de Herzog, The wild blue yonder, la misma que abrió y compitió en el festival de Mar del Plata, y que inexplicablemente no se llevó ningún premio. El film de Herzog es tan extraordinario que excede la concepción de competencia. La exhibición en Buenos Aires es un acierto, y una gentileza por parte de la gente de Mar del Plata. Los últimos films de Herzog, tras el Invencible, han sido documentales, incluso podría postularse que The wheel of time, The white diamond y Grizzly man constituyen una trilogía contra la naturaleza, o al menos, una tensión dialéctica entre civilización y naturaleza. The wild blue yonder parece una antitesis, pues aquí se parte de otra tesis: un planeta devastado, una civilización a la deriva. Más allá del discurso cosmológico y político del extraterrestre interpretado por Brad Chuckie Dourif, más importante es el lugar desde el que enuncia sus inverosímiles aunque poéticas hipótesis. La tierra es un baldío. The wild blue yonder es un objeto de mitología, acaso un relato instructivo sobre el devenir destructivo de una especie, aunque su espíritu es incompatible con toda tendencia apocalíptica. El film de Herzog apuesta por el asombro; el universo es infinito, y es esta proposición el principal argumento contra todo pesimismo metafísico. Sin dudas, se trata de una fantasía de ciencia ficción, pero es también un test epistemológico sobre cómo interpretar cualquier registro audiovisual. ¿Son reales esas imágenes de la tierra desde el espacio? ¿Los astronautas son actores o científicos? ¿Están en Andrómeda o en un pasaje desconocido de la tierra? Los científicos son cosmólogos pero también son cómicos, y Herzog contextualiza sus teorías como ficciones verdaderas y/o conjeturas refutables. Desde ya que no hubo ninguna invasión extraterrestre, pero la perspectiva cosmológica de Herzog, de no ser alienígena, excede el arraigo de nuestra especie al perímetro imaginario de la biosfera. The wild blue yonder es un film extraordinario, uno de los que Serge Daney decía que lo miran a uno más que uno mirarlos.
Debo decir que salí espantado de Alma Mater, de Álvaro Buela, quien oficia de jurado en la competencia oficial. Su película parece criticar cierta versión y alteración populista del cristianismo, aunque su pertinente antiplatonismo no esté del todo clarificado en su narración. Alma Mater posee rasgos característicos del cine de Subiela, es decir, un cine de metáforas. Hay que subrayar lo que se quiere decir saturando lo real. Si se defiende los placeres corporales ello debe traducirse en imágenes-mensajes capaces de materializar un concepto. Cuando el personaje principal, una devota cajera de un supermercado, siente algún deseo, un hombre de negro, un ángel vengador, viene a estrangular a quien se presente como objeto de deseo. Es una metáfora, una representación simbólica. Aparentemente, la aparición de un travesti en la vida de esta mujer es un axioma contra el sexo concebido bajo una idea de naturaleza, pero la transformación y la supuesta liberación de esta criatura asexuada se consuma en un pasaje en el que deviene en una especie de sacerdotisa pagana lista para liderar un nuevo dogma. Teológicamente incoherente y cinematográficamente grosera, Alma Mater no combina con la tradición estética característica del BAFICI. Su inclusión debería ser meditada: ¿por qué se exhibe? ¿Qué criterio ha justificado su inclusión?
Confieso mi admiración por Zizek, a quien leo sistemáticamente desde 1996. Esperaba el documental de Taylor, Zizek, desde hace un año. No hay dudas que Zizek es un personaje cinematográfico por excelencia. Como introducción a su discurso filosófico marxista hegeliano lacaniano el film puede ser ligeramente confuso, aunque es evidente para el neófito cuál es el propósito no discursivo de la obra del filósofo: desarticular la ideología en su funcionamiento diario y específico. Zizek es un psicoanalista de la cultura. Su diván son sus libros, y las fantasías de sus pacientes las prácticas sociales que interpreta. Su comicidad es evidente, su vigor es tan claro y distinto como el cogito cartesiano. ¿Quién es Zizek? Eso que se ve, ni más ni menos. Un filósofo, un materialista dialéctico, cuyo humor y lucidez, mal que le pese, está al servicio de la emancipación colectiva de un pueblo real e imaginario. El pasaje en el que Zizek critica y analiza amorosamente un programa de televisión en el que Lacan explica su versión del psicoanálisis puede molestar a los acólitos argentinos, pero demuestra la libertad con el que se debe estudiar cualquier sistema de creencias. Si en el hilarante inicio del film se postula una ontología general del universo, tan esencialmente ridículo como predicar de el mismo una dimensión amorosa y armoniosa de la vida en el cosmos, el humor es el reverso y la plusvalía semántica de esta revelación filosófica. Con Zizek el logos aprende a reír, y es por eso que la última defensa de la academia es describirlo como un payaso del concepto. Como ocurrió con Hitchcock en la historia del cine, el tiempo demostrará que la aparición de Zizek en la conversación filosófica de la humanidad es mucho más que un aporte circunstancial. El nuevo hermano Marx habrá de ser reconocido como un maestro del pensamiento. Puedo imaginar que en 2000 años el film de Taylor habrá de verse como hoy se puede ver un manuscrito. Diógenes quizás vivía en un tonel, pero Zizek sin duda, fue visto en aeropuertos, universidades, bibliotecas, bares y programas de televisión. Habrá un registro material, si entendemos que la luz atrapada en una película es precisamente el cine en su máxima pureza. Algún día, Zizek habitará la única inmortalidad concebible: el cine, Zizek, un fantasma material. Que en el final se cite a Hitchcock resulta perfecto. Zizek es vértigo.
Posteriormente me fui a ver La fiesta de cumpleaños de Stephen Tobolowsky. ¿Quién es? Como muchos han visto El día de la marmota habrán de recordar el personaje que vendía seguros, ese que Murray le daba una trompada a la cuarta vez de encontrarlo en la calle calificándolo como una sanguijuela gigante. Con más de 150 películas, Tobolowsky podrá no ser una estrella, pero tiene brillo propio. Robert Brinkmann realizó este inocuo y discreto documental, cuya pobreza formal contrasta con la riqueza evidente del propio personaje, cuyo rasgo excluyente es su capacidad de narrar sus anécdotas personales como material narrativo de interés universal. Nuevamente, como en Zizek, Tobolowsky es lo que cuenta, y ficción y no ficción parecen estar yuxtapuestos en una zona de aproximación difusa. Cuando Tobolowsky recuerda los pormenores del rodaje de Missippi en llamas la distinción capciosa entre el cine y la vida queda suspendida. El KKK no es una ficción, y mucho menos Tobolowsky un simpatizante de esta logia de lunáticos fóbicos y racistas. Pero lo que ocurre entre los extras, un ayudante negro y el propio actor expone el poder del cine y su vínculo férreo a esa experiencia que llamamos vida.
Tras ver a Jonas Mekas charlando con Jim Hoberman decido que mi día de festival ha finalizado. Quizás el lúcido crítico del Village Voice merecía otro espacio, sin desmerecer el que sí le otorgaron: presentador de un realizador esencial como Jonas Mekas. Mekas, por otra parte, ya anciano no deja de provocar. Obsesionado con la novedad Mekas dice odiar las revoluciones, pondera la irresponsabilidad y acepta la diversidad como una virtud estética y política. El cine ha cambiado, sostiene, y así debe ser y seguirá siendo. No hay que refugiarse, citando a Joseph Conrad, en la línea de sombra, ese lugar en el que se castra todo ensayo viviente por probar algo nuevo en el nombre de una tradición consagrada. El realismo optimista de Mekas parece desafiar el pesimismo de cierta crítica, sostiene un miembro de la audiencia. Mekas ríe, siempre ríe.
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Roger Alan Koza / Con los ojos abiertos
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